MUSEO DEL MAR Y UNIVERSIDAD DE ALICANTE
 

Investigación histórica y detectivesca que nos conecta con los gourmets del Imperio

 
Viernes 18 de noviembre de 2016 0 comentarios
 

Lucio se sujetaba con fuerza a un cabo, asentando sus pies a la proa del barco que para él era pasado, presente y futuro. Maldecía con voz queda a sus antepasados, especialmente a su padre, pues le insufló en la sangre el viento, el agua y la sal. Insultaba al navicularis, quien puso especial interés en que llegase la carga en tiempo récord a Tarraco, obligándole a poner rumbo de inmediato, pese a los augurios negativos y los días nefastos. Abominaba del dulce peso de los sestercios, que le harían acabar algún día trinchado por Neptuno y, especialmente, de la sobrecarga, que atraía como la miel a las moscas, al agua del Mare Nostrum.
Miraba al horizonte, a la tormenta negra como el Hades que se cernía sobre ellos. Negra, profunda y peligrosa, como la mirada de esa ansiada tripolitana del prostíbulo de Cartago. “Siclos dominus”, decía, con la mano extendida y una insolente voz que llamaba a adorar o a azotar. “Como debería haber azotado a los esclavos que cargaban el barco. Vagos sobrealimentados que no valen ni sus miserables gachas. Su inutilidad y la prisa del navicularis harán que nos vayamos a pique”.
Y todo, “¿por qué? ¿Por unas míseras olivas? ¿Para que algún patricio o quizás el mismo Tito las embuta en lirones y luego las vomite?”. Daba igual, eran sestercios, monedas que no haría realidad en su mano si no llegaba al Portus Illicitanus. “Una gallina. No, una cabra… Mejor un cordero para el divino Augusto. Mañana mismo, en Lucentum, si podemos amurarnos”, negociaba.


Hallazgo en las redes
Esta conversación pudo haberse escuchado en el pecio que naufragó cerca de la Bahía de Santa Pola hace ya 19 siglos largos. Un pedazo de historia que ha vuelto a la vida pues, como indicaba Alberto Marcos, investigador del Departamento de Historia y Arqueología de la Universidad de Alicante, “hemos venido aquí a investigar una tipología de ánfora muy concreta, la Halter 70”, encontrada en los noventa por Antonio Molina.
Molina, armador del barco homónimo quien, capitaneado por su hijo, Vicente Molina Martínez, halló hasta una decena de las mismas. “Gracias a este hallazgo”, continuaba Alberto Marcos, “podremos poner en contexto estas ánforas, con otros fragmentos de las mismas también aparecidos. Fragmentos que portan un sello impreso”. Esta asociación llevará a conocer el tipo de comercio que se realizaba con estas ánforas, “qué se transportaba, dónde y cuál era el objetivo”.
El mismo Antonio Molina explicaba que “aproximadamente, las encontramos a unas veinte millas del Cabo de Santa Pola y unas seis de través de Cabo Cervera, de Torrevieja”. Cayeron en las redes del barco de arrastre, “las guardamos y las donamos al Museo del Mar, donde se están realizando los estudios”.

Colaboración de todos
Avisa el arqueólogo que la investigación está en curso, recién iniciada, con varias hipótesis sobre la mesa que, tras el rigor del proceso científico, habrán de ser confirmadas o descartadas. “Pero lo importante es que son estos hallazgos particulares los que nos permiten redescubrir la historia, por eso son importantísimos. Cualquier descubrimiento personal puede abrir luz de la historia, del comercio, de lo que nos ha llevado a ser lo que somos hoy en día”.
María José Cerdá, directora del Museo del Mar, quería hacer un llamamiento desde esta institución a que “los hallazgos que puntualmente nuestros marineros realizan les den todo el valor, todo el interés y lo donen al museo porque, de manera insospechada, puede surgir información más que interesante para los arqueólogos, los investigadores”.
Ya no cualquier marinero, cualquier persona “puede aportar con su pequeño descubrimiento notas, pistas, indicios que nos lleven a otras cuestiones, a nuevas fuentes de investigación. Como este caso, sorpresivo, pero muy ilusionante”.

¿Dónde apuntan?
En cualquier caso, las ánforas apuntan al final del siglo I después de Cristo, los tiempos de la dinastía Flavia (Vespasiano, Tito y Domiciano), “las cuales transportaban olivas”. Algo curioso porque lo que sí se exportaba a Roma, a la Urbe, “era el aceite, no el producto a granel”, mucho más caro.
Lo interesante es poder cotejar el sello descubierto con el tipo de ánfora hallada, que son de la misma tipología. De tamaño pequeño, nada comunes en el transporte marítimo. El sello indica un productor o un exportador, “cruzaremos datos, investigaremos y hallaremos el origen”.
Puede llegarse a aventurar de la existencia de un comercio de productos exóticos, de auténticas delicatessen, “procedentes de la zona de la vega del Guadalquivir, uno de los asentamientos preferidos por los romanos”.

Trabajo detectivesco
Comienza ahora un trabajo detectivesco en toda regla, que permitirá averiguar de qué tipo de oliva hablamos (picual o cuernicabra como más probables); quién era el armador, el exportador; a dónde se dirigía el cargamento, qué ruta llevaba, con qué frecuencia y, también muy importante, qué se hacía con este tipo de aceitunas que, según indicios preliminares, apuntan a que aún estaba verde, habiendo llegado a un grado muy bajo de maduración.
Con este tipo de aceitunas se realiza un aceite especial, de hasta 180 euros la garrafa de cinco litros. Puede usarse como aderezo de alta cocina, para embutir en aves o piezas de caza y, vuelto a recuperar hoy en día, la elaboración de productos cosméticos naturales, de altísimo coste, gracias a sus propiedades antioxidantes y su alto contenido en ácido oleico.

 

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