La amarga realidad está ahí, no se puede esconder, puesto que cada día son más los ciudadanos en dificultades. Fruto de este desconcierto, desgobierno o desorganización, hoy el mundo es más desigual que ayer, los Estados son más frágiles, y el contexto familiar se mueve entre la tensión del caos y de la desesperanza. Todo lo domina a su antojo la cuestión económica, la avaricia de los mercados, el egoísmo de unos líderes sin escrúpulos, que mienten más que hacen, tal vez porque su desvelo no es la persona, sino el interés de sí y el de los suyos. La fuerza laboral se ha devaluado tanto en favor de las finanzas, que los desempleados se encuentran con un horizonte difícil para encontrar un empleo digno, ante un sector informal e indecente, que aspira a conseguir el mayor beneficio, aunque para ello tenga que explotar a seres humanos. Tampoco se entiende que ante esta situación, no se amplíe la protección social para reducir la pobreza de algunas familias. Por otra parte, mucho se habla en los últimos tiempos de la reforma de la gobernanza financiera, sin embargo nada se dice ante la desesperada voz de la fuerza trabajadora, totalmente hundida en muchas ocasiones.
Francamente, un país que es incapaz de generar puestos de trabajo no puede avanzar, puesto que es el principal vínculo entre el sistema económico y el desarrollo social. Resulta verdaderamente un revés que algunas políticas, en lugar de fomentar empleos, lo destruyan.
Aparte de ser una desgracia personal, que conlleva desde la falta de realización de la persona a su propia subsistencia, es una cuestión que nos afecta a todos socialmente, en la medida que puede convertirse en una verdadera calamidad social. No lo será tanto, si se logra un crecimiento más equitativo. Se trata de una mayor distribución de lo que tenemos, pero también de que los gobiernos traten de encontrar soluciones innovadoras para resolver la crisis del desempleo.