La voz es un instrumento precioso. Desde que el hombre es hombre ha animado al cruzar oscuros bosques y conquistado corazones con suaves susurros. La voz, por otro lado, ha arengado tropas, soliviantado almas revanchistas y escupido discursos de odio a la luz de las antorchas. Esa misma voz, no se olviden, ha denunciado y combatido tiranos, derrocado imperios y liberado hombres y mujeres del yugo de la opresión y la esclavitud.
No es malo tener voz. De hecho, es peor cuando no se usa. Suele causar un picor que, con el paso del tiempo, muta en profundo malestar. Sube el colesterol, el ácido úrico se dispara y viene el estreñimiento. Que es malísimo y provoca muy mala leche.
Por eso es bueno y aplaudible que se use la voz. Porque no están las cosas para colapsar la sanidad pública por aquello de tragar y callar, y tragar y callar, y tragar y callar. Sobran los motivos para animar a todo el mundo a usarla.
Pero las gargantas tienen timbres y tonos. Y hay que respetarlos. Máxime cuando algunas gargantas se encuentran en determinadas posiciones. En determinadas alturas, digamos. El pueblo, y esto no falla, no tarda en comprobar que las gargantas de algunos elegidos tienden resfriarse. Pillan éstos unos constipados muy malos, con fiebres altísimas, que les hacen delirar y ver enemigos por todas partes.
Los médicos de familia de toda la vida vienen recomendando para combatir tales males la receta tradicional de la tolerancia, el respeto y la libertad de expresión. Pero se ve que la píldora es de amplias dimensiones, casi de 16 páginas por semana, lo que cuesta tragarla. Motivo por el cual, a lo Mary Poppins, habrá que endulzarla con un poco de azúcar editorial. Así, semana a semana.