Dos tentaciones recurrentes asedian a las personas mayores: anclarse férreamente en el ayer y mirar con fobia el mañana. Pasado y futuro acosan como una tenaza opresora originando estados depresivos y difíciles de evaluar porque en cada persona reviste características peculiares con un común denominador: evadirse del presente que tenemos delante aunque sea fugaz. Resulta penoso que no pocas personas ancianas todavía en buen uso de sus facultades mentales se empeñan en encasillarse en un pasado atiborrado de recuerdos. Y si abandonan el pasado para mirar el tiempo futuro sienten terror morboso por una nube espesa de inseguridades que se centran en el mal estado de la salud, de dependencia de los demás, soledad prolongada, y ausencia de los familiares, además de otros motivos. Convendría recordar la queja de una persona angustiada por posibles pruebas, que confesaban antes de morir: ¡pobre de mí! Me he pasado gran parte de mi vida temiendo males y desgracias que nunca sucedieron”. Y es que las tres cuartas partes de nuestros temores son pura imaginación.
Urge, por tanto no dejarse avasallar por recuerdos nostálgicos que aprisionan el ánimo, como si lo pasado hubiera sido lo mejor de nuestra vida. Y no nos dejemos obsesionar tampoco por un futuro de negros y amenazadores presagios.
La vivencia de la vejez lleva consigo un tranquilo anonimato vivido en perfecta paz en una etapa de silencio interior, aunque nadie reclame nuestra presencia ni cuente con nuestros servicios. La verdadera alegría nace y fluye del manantial de nuestra esperanza anhelante dentro de un despojo total. Cuanto menos se posee de otras cosas, más capacidad y habilidad hay para esperar lo que se espera, y por consiguiente, más esperanza.